No es fácil encontrar ya lugares en los que los habitantes dediquen su vida a la naturaleza y los animales; pero no hace tanto tiempo todos nuestros tatarabuelos desarrollaban sus días y rutinas en torno a los animales y el campo.
Todos los lugareños de Cobaña, que era un pueblecito escondido entre las montañas, sabían muy bien que sin la naturaleza no podían vivir. Por ejemplo, los animales como caballos y vacas ayudaban a arar y sembrar la tierra con los pesados carros que las personas no podían mover para que finalmente la tierra les proporcionase alimentos para cada día.
En Cobaña, la mayoría de habitantes eran buenos y querían a sus animales tanto como a sus amigos; pero había un señor de 103 años que sólo tenía un caballo un poco viejo y gordito que apenas ya podía tirar de la carreta del señor a través de las grandes llanuras que limitaban el pueblo. La tarea de atravesar las montañas era importante para el señor. Él era herrero y necesitaba acudir a los pueblos vecinos para vender su trabajo al resto de vecinos.
Cuando el señor de 103 años, conoció a su caballo Rayo, que así se llamaba el precioso caballo castaño, le cuidaba y bañaba cada día para tenerlo limpio y guapo. Lo alimentaba con los mejores piensos y le llevaba con las mejores herraduras echas, por supuesto, con sus propias manos a duros y pausados certeros golpes. El paso de los años era evidente para ambos, y el señor había cambiado su personalidad cariñosa y detallista por una más fría y arisca que parecía demostrar poco amor por su caballo que cada día seguía leal a sus grandes paseos de montaña.
Todos los niños del pueblo, se metían con el señor, porque llevaba a Rayo sin herrar, con las crines llenas de paja y barro y además nunca le veían que le acariciase, cosa que todos sabían que los caballos adoraban. Lo que todos esos niños no imaginaban ni por asomo es que el viejo se sentía solo, sin ganas alimentarse o cuidarse incluso a si mismo, y por eso Rayo aparentaba nada menos que lo que su dueño sentía.
Cada día, al pasar el viejo con Rayo tirando de su carreta, niños e incluso mayores acusaban al viejo de pobre, feo y solitario inútil que cabizbajo después de tantos años ya apenas hacía caso a gritos e incluso objetos voladores que llegaban hasta su cogote cuando la vista ya no le alcanzaba a encontrar al responsable, que por otro lado, podría ser cualquiera...
Rayo, el precioso caballo castaño, sabía que el viejo le quería, demostraba paciencia cada día con sus lentos pasos en los valles y el cambio de pienso que todos criticaban no era más que una ayuda a unos viejos dientes que ya no masticaban como antes. Además de ser mas costoso, había que traerlo desde muy lejos pero a Rayo le gustaba más que el anterior y por eso el viejo no compró más caballos con sus ahorros. Cada moneda se guardaba para el bienestar de Rayo, por encima incluso del viejo y de cualquier opinión.
Su viejo amigo de 103 años incluso aguantaba que le llamasen guarro porque Rayo odiaba el agua y bañarse cada día.
El caballo frustrado, no sabía cómo hacer entender a los habitantes de Cobaña que el viejo era el mejor amigo que podría haber encontrado incluso siendo tan mayor.
A la mañana siguiente, el viejo despertó entre gritos y risas de burla en su ventana. Su valla de la finca estaba completamente rota y para colmo Rayo había desaparecido.
-¡Pobre caballito!¡Se habrá escapado de ese viejo tonto!¡No me extraña!-
-¡Yo también me habría ido!-
-¡Igual lo han robado! ¿Quién va a tener miedo de ese viejo? -
Todos en el pueblo opinaban mientras se burlaban descaradamente de un viejo cada vez más triste y abatido.
El viejo pasó los siguientes tres días mirando su ventana, no podía creer que su amigo fiel le hubiese abandonado, justo ahora que no tenia mucho dinero y que sin el equino el trabajo diario era imposible.
La sorpresa, para todos, fue divisar a los lejos una gran manada de caballos que se dirigía veloz hacia la finca del viejo.
Al llegar a la puerta de la casa, los relinchos eran más que sonoros, y se lideraban por uno más débil pero no menos feliz. Era Rayo.
Volvió junto a su gran amigo, con el regalo más grande que podemos hacer a alguien: pasar sus días a su lado pase lo que pase.
¡Y no sólo él, sino toda una nueva manada de caballos jóvenes y fuertes que hicieron ganar mucho dinero al viejo y a todos los niños que en la gran finca aprendieron las lecciones tan valiosas que sólo alguien de 103 años puede saber!
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